viernes, 23 de abril de 2010

Me Miró Mal

Me miró mal, y eso supuso su sentencia. No me quitaba la vista de encima, como si fuera un bicho raro. “Deforme”, si, seguro que era eso lo que pensó él. Estúpido, pensaba yo. No sabía que estaba tan demacrado por culpa de mi enfermedad. Pero aún así se atrevió a juzgarme. Seguro que ahora se arrepiente de ello.

Le esperé sentado en mi coche, a la puerta de su casa. Observé detenidamente todos sus movimientos, analicé y me hice una idea de los pensamientos que podían rondar por su cabeza. Seguro que nada bueno tras haber visto su cara de asco al verme de nuevo, o las facciones de perversión que cruzaban su rostro al mirar a esa mujer. Tenía que pagar por ello.

Le seguí hasta averiguar donde trabajaba: una gasolinera en las afueras. Perfecto. No podía haber un lugar mejor para que pagara por lo que hizo, ¡jajaja! Estaba acorralado, podía haberle hecho pagar en ese mismo instante, pero no quería que la ansiedad me delatase, así que decidí esperar pacientemente, a que llegara el momento.

Estudié sus acciones, su rutina. Estuve durante una semana observando desde un refugio cercano sin que él siquiera notase mi presencia. Tonto, no sabía la que se le venía encima. En la escasa dedicación que prestaba a su trabajo se notaba que le asqueaba y no le gustaba en absoluto. Él a mi tampoco, pero eso tendría solución muy pronto.

Tenía unas costumbres deleznables que me causaban aún más desprecio. El muy cerdo, nada más colgar el cartel de “cerrado”, se volvía dentro de la tienda y desde su ordenador se dedicaba a masturbarse con videos de señoritas de lo menos la mitad de su edad. Era un ser repulsivo, que además se limpiaba con los artículos de la tienda. Los mismos artículos que la gente al día siguiente compraría y se llevaría a casa. Había que poner fin a todo eso.

Al final, tras haber conseguido la suficiente información, decidí pasar a la acción. Era de noche y lo primero que hice fue tomar todas las precauciones posibles para que ni el CSI pudiera adivinar nunca lo que sucedería aquella noche. Cogí el revólver que guardaba en el cajón y me dirigí hacia la gasolinera durante la noche. Esperé a que pusiera el cartel de “cerrado” y comenzase con sus fantasías.

En ese instante me acerqué hacia allí y bajé los plomos, dejando todo el edificio sin luz. Ya estaba todo sentenciado. Él, malhumorado, salió de la tienda para volver a subirlos, momento que yo aproveché para colarme en el interior. Corté el cable del teléfono, tan solo por si acaso, por si algo saliese mal. Pero no podía salir mal, estaba atrapado.

Al fin volvió la luz. Observé con regocijo cómo no tenía cámara de seguridad por ningún lado, así que me quité el pasamontañas y me lo guardé en uno de los bolsillos del abrigo. Él entró y, perplejo ante mi presencia, lo único que se le ocurrió decir fue “está cerrado”. Iluso, él no sabía que yo no pretendía repostar ni comprar nada en su asquerosa tienda.

Saqué el revólver y me regocijé en su mirada de terror. Sentí un gusto indescriptible al ver cómo su rostro era el fiel reflejo de alguien que teme por su muerte. Se puso de rodillas, rogando como un miserable que no le matara. Yo simplemente le ordené que se dirigiese al baño.

Supongo que se sintió desconcertado por lo extraño de la orden, pero sin embargo me hizo falta únicamente un cambio del gesto de mi cara para que obedeciese al instante. Durante el recorrido intentaba convencerme por todos los medios de que le perdonara la vida, que me daba el dinero de la caja o lo que hiciera falta. Yo me limitaba a declinar sus ofertas pasivamente, lo único que me interesaba era él.

Llegó al baño, le dije que se metiera dentro y el, llorando, no pudo hacer otra cosa que aceptar. Patético, peor que un perrito con el rabo entre las piernas, pero eso iba a durar poco.

Le obligué a arrodillarse mientras le encañonaba en la nuca. Olía fatal, una mezcla entre el hedor de un baño que hace mucho tiempo que no se limpia y el característico olor de una persona que ha perdido el completo control de su cuerpo, que decide manifestarse por su cuenta.

“Ahora, si quieres salvarte, tienes que meter tu cabeza en el retrete y tirar de la cadena” le dije con la voz más seria que antes. Él haría cualquier cosa por vivir, cualquier cosa que le ordenase la haría. Yo mientras me divertía observando cómo su mano sin pulso tanteaba la ubicación del botón de la cisterna y tiraba de él, liberando un torrente de agua sobre su cabeza y semiahogándose.

Una vez finalizado le ordené que siguiendo de rodillas se diese la vuelta y me pidiese perdón por lo que había hecho. Él con cara de terror me dijo que no sabía a qué se refería. Yo con la misma pasividad esbocé una sonrisa y le ordené que repitiese lo de la cisterna. Al fin comprendió que la esperanza que le había dado no fue sino una falsa ilusión. No hay nada más gratificante que dar un ligero rayo de esperanza a aquel que no la tiene, que se aferre a ella con todas sus fuerzas y posteriormente quitársela de un plumazo.

Temblando se giró hacia el váter, pero no le di tiempo a que acabara. En cuanto acerqué el revólver a su nuca y, con una explosión de placer inmenso, apreté el gatillo. En apenas medio segundo, la penosa escena que tenía delante se transformó en un festival gore de sangre por todos lados. Estaba muerto.

Me marché no sin antes haberme quedado durante un tiempo contemplando la belleza de la escena del trabajo completado. Él me miró mal y acabó muerto, con su asquerosa sangre cubriendo el suelo del baño. Y yo volvía a mi vida normal con una satisfacción que me llenaba.

Había terminado.

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