El bosque presentaba su aspecto más lóbrego durante la noche. Costaba creer que a tan sólo unos pocos metros, más allá de los las tupidas copas de los árboles que no permitían la entrada de la luz del cielo existía civilización.
Un hombre caminaba a través de él sin miedo alguno, como si ya hubiese hecho el camino muchas veces antes. Tomaba bifurcaciones sin dudar un solo instante, como si se dirigiera a algún lugar en concreto.
- La entrada debería estar por aquí – masculló el hombre.
Comenzó a palpar el suelo en un claro despejado en búsqueda de algo. Encontró al poco tiempo una anilla y tiró de ella. A sus pies se abrió un pasadizo que conducía bajo tierra. El hombre se adentró en la caverna oculta, cerró tras de sí y encendió un interruptor en la roca.
El pasillo quedó iluminado y una puerta surgió ante él. Tras traspasar el umbral encontró un laboratorio químico. Se dirigió hacia unas vitrinas de cristal y cogió una silla que tenía cerca. Calculando milimétricamente estrelló la silla contra el cristal haciéndolo añicos de inmediato.
En la vitrina quedaron varios frascos vacíos y un pequeño maletín. Introdujo la clave que le había facilitado el hombre de la noche anterior y pudo comprobar que el contenido del maletín se correspondía con la descripción que le había dado.
- Hora de marcharse entonces.
Salió del laboratorio, apagó el interruptor del pasillo y salió por la trampilla de nuevo al bosque.
- No puede quedar mucho para que aparezca.
Y el hombre se deslizó entre las sombras para desaparecer.
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